Heriberto Duarte

Seguro existe más de un cielo en el que pueda estar ahora.
Hay algunas cosas que disfrutaba mucho con ella. A veces, después de comer, nos tirábamos en medio de la sala. Quitábamos la mesa de centro para acariciar la alfombra con la espalda. Yo me ocupaba de poner un disco, luego descansábamos el tiempo que duraba la música. El volumen en el punto exacto para apreciar, también para que nos permitiera quedarnos dormidos. Siempre que yo dormía, ella saltaba encima de mí y me despertaba con besos.
Cuando nos quedaban ganas, asistíamos al parque, en el barrio. Nunca le dije a nadie cómo su pelo cambiaba de color en esa hora en que el sol cae. Se ponía como de un color cobre, parecido al de una bicicleta que tuve de niño. A ella se lo dije, pero era una cosa que me hubiera gustado contarle a un cómplice, con la confianza de la quinta cerveza. Era para decírselo a alguien, con toda la ridiculez con la que sólo puede hablar un hombre enamorado, sin miedo a que los amigos vengan después a burlarse de uno.
Había noches que salíamos al patio a mojarnos con la manguera del jardín. Apagaba las luces para perdernos en la oscuridad y el agua. Su cabello ahí, tenía el mismo color que el mío y pasábamos del piso a la tierra y nos enlodábamos. Me ofrecía con caridad la espalda y con sus ojos me atraía hacia ella. El silencio de sus ojos me embrujaba. El agua nos limpiaba el lodo y volvíamos a ser nosotros.
Vinieron esos días en que todo se fue desvaneciendo y sus ojos se volvieron grises. Su cabello ya no brillaba en la tarde del parque. Los silencios se hicieron largos y entendí con esta resignación que arrastro contra el piso, la recomendación del veterinario cuando dijo que ya era tarde y había que aceptar: su tiempo se acabó.
*Texto contenido en Un menú para el futuro, editorial MAMBOROCK





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