
XI
La vida siguió su curso, las jugadas cada vez duraban hasta la madrugada. Un domingo, ya muy entrada la mañana, se escuchó mucho ruido, al ver que nadie salía de la casa, algo que no era usual dado la hora, una de las vecinas fue a tocar la puerta. Nadie abrió, la vecina percibió un fuerte olor a gas, se asomó por la ventana, lo que vio, por mucho tiempo seguro que no le permitió dormir. Tuvieron que derribar la puerta, la escena era dantesca: una familia compuesta de ocho miembros estaban inconscientes en su propio vómito y excremento. Se intoxicaron con la lámpara de gas. La familia afectada era la organizadora de los juegos clandestinos. Efrén, José y Angelita, al igual que otros vecinos, se abocaron a sacarlos de allí, los subieron al troque del rancho para llevarlos a Caborca a recibir atención médica.
La policía llevó una investigación para determinar si hubo mano criminal, ya que había inconformidad entre algunos que llegaron a perderlo todo en una noche. La policía descartó la sospecha al comprobar que el accidente fue por negligencia, ya que se halló dinero cerca de uno de los cuerpos. Se llegó a la conclusión de que el cansancio y el licor formaron parte del desenlace y que al estar contando el dinero de las ganancias olvidaron cerrar la llave de la lámpara de gas, quedándose dormidos, pasando de un sueño a otro. Los sobrevivientes estuvieron varios días en el Hospital General. Se rumoró que tres fallecieron. Ya no volvieron a La seis, regresaron a su natal Sinaloa, llevando consigo a sus muertos.
La divina providencia actúa de muchas formas. ¿Justicia divina? A veces es injusta, porque había dos adolescentes y una niña, inconscientes. ¿Sobrevivieron? No lo sé.
Después de esa tragedia, José tuvo una vertiginosa caída. Todos creímos que papá tenía razón, y José sí bebía a escondidas, como quizá mis otros hermanos también lo hacían. Pero tanto José como los demás, eran tan jóvenes y fuertes que no se les notaba la embriaguez. Nunca faltaban al trabajo, no había modo de que particularmente yo me enterara. José empezó a tener ataques de histeria y alucinaciones, desarrollaba una fuerza impresionante, así como toda ausencia de dolor haciéndose daño a sí mismo, golpeándose los nudillos contra la pared o los árboles. Según él defendiéndose de sus enemigos. De la nada emprendía la carrera, se quitaba la ropa, en ocasiones cuando iban detrás de él, Cruz, o Álvaro, les tiraba con piedras que encontraba a su paso.
Se volvió a contactar a La Güera Gaviota, aún y sin tener su dirección era ampliamente conocida en la región. El día que se esperaba su llegada yo no quería ir a la escuela, pero debido a mi imprudencia en el San Martín, cuando dejé escapar la paloma, no permitieron que me quedara, de todos modos no estuve en el salón de clases ya que mentalmente estaba en otro lugar. Tarde se me hacía el regreso a casa, y todo para qué, las cosas se habían salido de control, yo no entendía nada. José estaba como al principio, o peor. Algunos años después me enteré de lo que por mi edad en ese momento no debía saber. Fue Angelita quien me lo dijo: José tenía un daño irreversible, aunado al que Irene lo sometió. Irene, la mujer de la que José se enamoró, ella le hizo daño a mi hermano que lo afectó dejándolo impotente para el resto de su vida. Esa mujer sabía de artilugios y magia negra, siendo el detonante para desencadenar lo otro, lo que José padecía desde niño. La Güera Gaviota investigó con otros curanderos que sabían de los trabajos de Irene. José nunca se iba a recuperar. Mis padres no nos dijeron la verdad sobre el diagnóstico del hospital psiquiátrico Cruz del Norte, pero el diagnóstico fue esquizofrenia. La gente se fue acostumbrando a ver a José en ese estado, porque a veces reaccionaba como si solo fuese una alteración nerviosa, gracias al tratamiento que tomaba.
Una feliz noticia llegó junto con la presencia de mi hermana Rosario. Habían regresado. Felices nosotros al verla con dos niños ya entre sus brazos, pero triste para ella al enterarse de la enfermedad de nuestro hermano, estaba inconsolable. Así fueron pasando los meses, ahora mi tiempo se repartía: me iba a casa de mi hermana a cuidar a mis sobrinos, José y Arturo. Rosario y sus niños vinieron a proporcionarnos un balance emocional en la desventura que vivíamos.
A escasos meses de su llegada, papá tuvo un accidente en el trabajo. Iba por la orilla del canal cargando una brazada de pipas en su hombro, acababa de recibir su turno de noche, el terreno estaba resbaladizo, cuando pasó por un lado del tapanco que estaba atravesando el canal, resbaló sobre las estacas cubiertas por la lona. Una estaca estaba de punta, el filo lo atravesó desde la ingle hasta su parte trasera. Estuvo hospitalizado varías semanas, quedó imposibilitado para trabajar. Se envolvió en demandas con el Seguro Social, de nada servía haber sido un buen trabajador. Había días en los que papá estaba bien, otros en los que caía en depresión, ingiriendo licor. Yo también me aislaba de todo, de la única forma que podía, yéndome al monte, a escondidas agarraba libros de papá y de los que mamá tenía guardados y me escapaba a leer a mi escondite, bajo la sombra de un árbol y rodeada de los guardianes del desierto. Debido a la demanda, al cabo de unos meses nos mudamos a otro rancho más cerca de Caborca: el San Ramón. Había días de no saber de José. Ya no salían mis hermanos corriendo detrás de él. Había que trabajar. Él solo regresaba, o algún conocido de la familia lo encontraba por la orilla de la carretera caminando y lo llevaba a casa. En otras ocasiones se iba de raite al Desemboque, al mar. A veces regresaba mejor de lo que se iba. La gente lo apreciaba mucho. El San Ramón era un rancho que contrataba mucha gente de fuera. El trabajo de la uva estaba en auge. Llegamos a vivir a La cuatro, mero enfrente de los viñedos, José Zazueta ya estaba allí, también como mayordomo. Entre semana se asistía en casa, sábado y domingo se iba a Caborca con su familia. Fue él quien le pidió a mamá si podía asistir a otros trabajadores, hacía falta dinero en casa, Efrén y Ángela estaban juntos. Ahora él tenía responsabilidad propia, aunque siempre ayudaba a mamá. A papá, por su condición, le dieron trabajo donde no hiciera mucho esfuerzo, era triste verlo caminar arrastrando una de sus piernas. Y a José, mamá y yo solo pedíamos que Dios lo cuidara. Angelita se fue a trabajar a Caborca, así que mamá y yo asistíamos a una docena de comensales, más los que teníamos en casa. El tiempo se iba rápido. Pronto llegaron las vacaciones y como mi hermana Rosario también vivía allí y era una gran ayuda para mamá, también me fui a Caborca a prepararme para mi primera eucaristía. Ambas, Angelita y yo, estábamos con la madrina de mi hermano Álvaro y Chayito. Me encantó esa temporada que estuve con Chuyita Pacheco, la mejor costurera en Caborca. En ese corto tiempo aprendí lo básico en costura. Ya yo tenía una herramienta entre mis manos, para sobrevivir.






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