
por L. Carlos Sánchez
Se prometieron cercanía a través de las palabras. Las epístolas dentro de una caja tecnológica. Se prometieron amasar los días sobre la harina de los sucesos, azúcar del pensamiento. Anduvieron en las miradas, ese hilo conductor de las ideas, transmisión de emociones.
Se condujeron con la más precisa precaución, para que nadie se enterara, que nadie levantara el dedo y señalar. Armaron sin pretenderlo el mundo más armónico y de felicidad. Se dijeron una canción, un poema, los temas esos que desentrañan el deseo de permanecer en comunicación.
Una vez él puso café en su mesa, ella partió una manzana, comieron en silencio y en sonrisas bebieron la inexplicable alegría. Se dijeron todas las cosas que antes no. Incluso en los silencios el estremecimiento nomás de mirarse.
Viajaron al recuento de los hechos, la infancia y sus juegos, las calles aquellas, el callejón aquel, sentarse de cuclillas y un refresco afuera de la tienda. El desfile de personajes. Un borracho, un ladrón, la prostituta, ama de casa, el valiente, la traición.
Cuántos años ha. Todos los latidos. Un mesabanco. Tacos de frijoles a la hora del recreo. Las mismas canciones. El latir prohibido. Tú no, niña, allá no. Él sí, hombre, porque él sí. Debajo del cerro, en la sombra de la piedra, un mensaje a la vida con la tinta de un marcador que desparpaja: Aquí deberían estar nuestros nombres.
La distancia incomprensible. Porque una vez ella, una vez él. La cercanía sin saberlo. Los pasos por la misma tierra, los nombres todos, la historia de los que fueron y de quienes permaneces. Ya muy jodidos los camaradas.
Es el barrio, cercanía de postmodernidad. Adonde nunca anduvieron juntos. Ahora un cine en una plaza, nomás cruzar la calle que es el bulevar. Donde una cruz, el perecimiento, el accidente a la luz del día.
El recuento de los caminos, hacia la escuela, hacia la vagancia. El sonido de cuaresma, los olores de la palma y bugambilias. ¿Alguna vez tropezarían sus miradas? Se hablaron sin hablarse. Los brazos de madre como un refugio impenetrable, ni el sereno ni los trompetistas.
Aquí deben acontecer los versos de Ligia Elena, la historia tierna que alguna y muchas veces Rubén Blades puso de moda en las grabadoras de muchas bocinas, en los callejones y en el cerro, en el Vado del Río.
Mientras ella dormía, él acercaba una lata de suspiros a su rostro. Alucinaba entonces con seguir viviendo, convertirse en mecánico o en chofer de camiones urbanos. Él también en su refugio impenetrable, adentro el cerro similitud de las manos de madre. Una caricia con solvente, un requinto de encanto. Las ideas que se empapan del olor superlativo. Una y otra vez la cadencia en derredor de los labios.
En el rencuentro, porque se dicen que antes nunca se supieron, pero, quizá, se sintieron. Cabe ahora el deseo de recuperar la infancia, los latidos de adolescencia, la juventud inmarcesible dentro de sus cuerpos. Lo que son: prudencia ella, desatino él.
¿Y si los otros dijeran? Las epístolas contienen verdad y un mundo aparte. La felicitud de encontrarse y saberse.





Deja un comentario