por Lenin Guerrero

Hay pueblos en donde aún es grato el pan, y así es el mío. Manejar por horas es el precio de regresar a Huachipa en navidad. Sólo para volver a caminar por esas calles tan estrechas que tráilers y autobuses, que salen al norte, se atoran con mis recuerdos. En mi pueblo, no hay puerta que no conduzca a esta geografía de las emociones, donde reaparecen las escenas de lo que no se puede cambiar, ni borrar. Ahí está la banca de la plaza, frente a la iglesia en la que me bautizaron, la cantina donde probé mi primera cerveza, la canchita donde nos juntábamos para no hacer deporte, la zapatería de los tenis duros, la banqueta donde vomité un divertido verano.

A los que nos fuimos nos cuesta trabajo notar los cambios, traemos tatuada una imagen en las pupilas, pero ya con más calma, se puede ver que ahora hay más tiendas, sushis en cada esquina, que las ventanas ya no son transparentes y en todos los barrios empieza a dominar una geometría de rejas que parece tenerle miedo a todo. Diciembre se abarrota de luces y ruido como para no tener que explicar nada.

También quienes se quedan le batallan para ver lo transformado, su mirada está más atenta a lo que es nuevo y efímero, porque a pesar de mirarse los mismos rostros cada día, en aquellos donde una vez sembraron dudas, suelen cosechar la misma desconfianza. Me refiero, por supuesto, a Evaristo, el primo de mi jefe.

Detrás del tianguis improvisado está su casa, su jardín no ha cambiado, se mantiene esperando primaveras. Tenía la costumbre de hablar sobre mi padre, con quien ya no converso desde que me escribe cartas, como partes de guerra que nunca ha sido la suya, en una frontera que no deseo visitar.

Evaristo y mi padre tenían la misma edad, y lo que nunca sabría contarles es porqué todos me tenían por su único amigo. Yo lo tenía por carpintero, me dijo que me iba a regalar una silla que estaba haciendo. Fue una de esas navidades cuando me vio en la calle y me pidió un paro. Solicitó mil quinientos pesos prestados, dijo que su ex morra le había tumbado lo de la renta y que necesitaba para comprar unos materiales: pinturas, maderas, ya sabes, me dijo.

Estaba juntado con otra morra y me daba pena verlo ahí, batallando. Le presté la feria. Nos vimos cerca de su casa y todavía le ofrecí raite. Al llegar a su cantón, se me hizo raro no escuchar los ladridos de sus perros, hijos de otros perros que muchas veces me persiguieron cuando pasaba en la bicicleta. Apagué el motor, y más raro se me hizo no escuchar a sus niños. Con la primera tuvo una niña, pero con la nueva le pegó al gordo, dos cuates de un fregazo. Tampoco la miré a ella. Ahí fue cuando dije, a este cabrón ya me lo canjearon.

Aquella navidad sucedió lo incompatible con la vida. Se metió por la boca el fuego de la muerte, con orificio de salida. Por mirarme en él es que casi alcanzo a ver el hambre de algunos hombres expulsados de la ternura, o al menos la de quienes tuvieron la desdicha de asomarse al corazón carcomido de su padre.

La última vez que platiqué con el loco, me pidió que me quedara en el pueblo, que nada lo haría más feliz que tener con quién pasar las veladas de Año Nuevo. Creo haber respondido que no tenía nada qué hacer ahí mientras mi padre viviera. Cuando me llamaron para que fuera a verlo, encontré su cabello regado, como el heno esparcido en un nacimiento. No encontré madera, pero sí una silla en proceso. El gesto del alcohol en su cara me dijo que Evaristo había vuelto a casa, o un país como los que algún día soñamos con el pisto.

El velorio fue en víspera de los santos inocentes. El periódico fue honesto al menos por ese día.

En mi pueblo se quedó a vivir la bruma en el malecón, como para esperar todos los crepúsculos, y aunque hace años que no lo vivo, estoy casi seguro que hay un fulgor en mayo, tan tierno, que me haría ocultar la mirada por pena.

Me han contado que la mercancía china cubre ahora aquel jardín.

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