por Josefa Isabel Rojas Molina

El pasado no es un lugar que uno pueda visitar, entrar, beber café, saludar, no. Tal vez sea una puerta… inconmoviblemente cerrada para siempre, si es que esta palabra algo significa. El pasado, cuando bien nos va (es un decir), es una, cien, muchas ventanas, la mitad de una, con cristales empañados, cortinas cerradas, tapiada con tablones…

Diciembre, temporadas ya para siempre idas, aquellas de la puntual nieve. Mi papá fue el séptimo de ocho hermanos, vivos, porque también hablaba de una Lupita y un Arcadio que murieron niños o al nacer o antes de, a estas alturas quién puede saber. En algunos Días de muerto pudimos llegar hasta sus tumbas, ramitos de flores en mano, a saludar sus imaginarios recuerdos; después sus tumbas desaparecieron, junto con las cruces que nos permitían localizarlas y que, según mi papá, contaba, las hizo su padre, mi abuelo Miguel.

La nieve y el frío. Desde este ahora, me parece casi demencial la práctica de pintar y rehabilitar las casas el 23 o 24 de diciembre, en la mayoría de las casas, los hombres en ropa de trabajo, pintando con afán las paredes interiores, con mezclas nada bondadosas y colores oscuros y conseguidos de última hora. Para no intoxicarse ni intoxicar a la familia, se abrían las ventanas y puertas desde muy temprano, el invierno entonces se instalaba cómodamente en las habitaciones. En esas prácticas demenciales estaban también las mujeres, haciendo los mejores tamales del mundo, ensaladas, frijoles; su cabeza llena de tubos y mezclando, untando, poniendo a cocer… Rendidos, podían todos, bañaditos, ya con bastantes tragos encima, sentarse a cenar por ahí a las diez de la noche, el ambiente aun un tanto tóxico, los calentones encendidos y repito: los mejores del mundo. Y esa puerta se cerró, ya nadie hace ni hará esos tamales. Hay ventanas por las que asomarse duele, casi todas duelen.

Llegaban los hermanos de mi padre con su esposa y con sus hijos, multitud de primos de todas las edades, todos y todas hermosos y felices. Dependiendo de la edad, algunos podían beber alcoholes, otros ni lo pensaban. Hablo de… la década de los setenta del siglo veinte.

Mi papá y dos de sus hermanos vivían en casas aledañas, vecinos. Íbamos y veníamos de una casa a otra. En las tres casas y en el resto de las del barrio se nos recibía con afecto verdadero, se nos obsequiaba con dulces, fruta, comida. Cada vez el montón adolescente crecía más y así más nos alejábamos del barrio, caminábamos por las calles de medio pueblo, visitando, abrazando y dejándonos abrazar en las madrugadas a veces nevadas, siempre con frío, caminábamos y cantando creíamos que aquello era la perennidad.

Pero no, el pasado, si es un lugar, no conviene visitarlo con asiduidad, ni siquiera asomarse por ventanas astilladas. Ya no están ni mis padres, ni sus hermanos, ni los vecinos bondadosos y confiables, el montonal de primos, todos desperdigados, rara vez tenemos el placer de abrazarnos. Los amigos, algunos ya se fueron y otros también se fueron ¿dónde están? El pueblo es un lugar en el que ya no se camina, el riesgo es alto, la recompensa pobre. Nadie pinta paredes a deshoras, ni se elaboran tamales a diez manos; nadie se baña a las diez de la noche para salir, el cabello escurriendo, a bailar a la casa de junto, ni se apuesta a ver quién aguanta más despierto. El pasado… ¿Cómo encontrar una ventana que no duela?

¿La nieve, dónde está?

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