por Fernanda Olguín

Las lágrimas son recuerdos licuados, decía el poeta Bartolomé. Últimamente traigo muchos recuerdos licuados que me escurren salitre por las mejillas. Estoy llegando a una edad en la que he vivido lo suficiente como para empezar a evocar esos momentos celosamente guardados; me tomo un respiro, echo la mirada atrás y abrazo con nostalgia aquellos tiempos sencillos, mejores, tal vez.

Nunca he sido el cascabel que más suena ni la campana que más repica en estas fechas, de hecho, pongo los adornos en casa porque mi hija me lo exige. Hay días en que, ya cansada, veo fijamente al pino iluminado, el danzar de las luces que me hipnotiza y me saca un poco de mí.

Un día de esos en los que me pierdo en el titileo, siento que alguien toma mi mano, me pongo los lentes, es el fantasma de las navidades pasadas. No quiero verlo, no puedo darme el lujo de recordar el pasado en estas fechas, debo concentrarme en sacar el día a día. Cierro los ojos pensando que si lo hago desaparecerá, pero un olor familiar llega a mí junto con una sensación cálida y placentera. Se me cuelan por los poros una mezcla entre coricos, besitos de nuez y las pechugas de pavo cocinándose en el horno, la pierna de puerco que hacía mi mamá y los postres de una de sus hermanas… me envuelve un calor de hogar que hace muchos años no sentía. Abro los ojos y estoy en casa de mi Abuela, las mesas están servidas, la del comedor de la sala es para los adultos, y la del desayunador, para los niños.

Siempre quise sentarme en la mesa de los adultos, junto a las copas de cristal cortado, los servilleteros dorados con las servilletas de tela elegantes (a los niños nos ponían las de papel), los candelabros sosteniendo las velas más hermosas que he visto y la vajilla especial para la ocasión con detalles de nochebuenas. Nunca llegó ese día. Después de la muerte de mi abuelo Rogelio, a mi abuela ya no le interesó vestir la mesa grande.

Toda la primada en edades entre los quince y los cinco años, por toda la casa, las mujeres en la cocina fumando y ultimando detalles, los hombres tomando wisky en la sala y hablando de cosas de adultos.

Suena en el estéreo la canción de Los peces en el río del cassette de Eterna Navidad.

En el fondo de la sala veo algo que desentona con todo el bullicio de la velada. Una niñita de ojos pequeños y lacia cabellera observa detenidamente a la figura inmóvil del niño Dios que descansa en una de las mesitas del juego de sala, mientras come unos chocolates que tiene en las manos, los trae escondidos para que su mamá no le llame la atención. Esta vez le toca a ella poner al niño en el pesebre, debajo del árbol, cuando sean las doce. Al parecer este año se portó muy bien.

La voz de mi hija me saca de ese sopor en el que me he perdido por varios minutos, un recuerdo líquido se me escapa y corre por la mejilla. Al morir mi abuela se llevó con ella ese olor de su casa, creo que eso es lo que pasa cuando las personas se nos van, se llevan consigo pedazos de nosotros, pero en lo más profundo de nuestra memoria tenemos guardado ese registro de momentos que de alguna forma nos marcaron el alma.

No fui la niña más feliz del mundo, era un tanto solitaria, tal vez esa era mi manera de ser feliz, pero genuinamente creía en que, si obrabas bien, la vida te recompensaría de alguna manera. No sé en qué punto perdí esa inocencia o los ojos con los que veía en ese entonces mi pequeño mundo.

Inevitablemente he llegado a una edad en la que viví y vivo lo suficiente como para empezar a evocar esos momentos, celosamente, guardados; por fortuna, en estas fechas rondan los fantasmas de las navidades pasadas, llevándonos a esos otros momentos en los que una vez fuimos felices.

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