
por Bárbara Huipe
Santaclós llegó a la ciudad, y con él una avalancha de luces, adornos, árboles, compras, compromisos sociales, y un largo etcétera. Y es que pareciera que en cuanto pasa el Día de Muertos es menester correr a la caja de adornos, tapizar cada rincón de nuestra vida con ellos y, así, estirar la temporada navideña, y su supuesto espíritu, lo más posible.
Árboles, esferas, duendes, guirnaldas, renos, hombres de nieve, todos de plástico y manufacturados en China; gracias a Dios por ese país de comunistas y budistas que trabajan incansablemente para proveernos de los preciados detalles que ocultarán por un mes, si se puede más, la monotonía de nuestra vida.
Es verdad que muchos de los sentimientos asociados a esta festividad se relacionan con la nostalgia por la infancia y la vida en familia, ¿es entonces esta fiebre una especie de analgésico para el alma, para los lutos irresueltos, para lidiar con la melancolía? ¿Tanto pesa ser adulto?
Entre motivos del Señor y la Señora Claus, snowmans, renos y duendes, cabe preguntar “¿y el niñito Dios, apá?; y es que, en un país de mayoría católica, ¿no debería ser la natividad de Dios el motor del júbilo? Y no es que la que escribe sea una religiosa empedernida; la práctica católica me parece más interesante como fenómeno social que como credo propio, y es por eso que me nace preguntarme: ¿y dónde queda el chilpayatito Dios en todo esto? Más allá de estar acostadito en un nacimiento que finalmente termina siendo un ornamento más.
La influencia gringa es innegable en todo este asunto, tal vez sea más apropiado decir el avasallamiento. Y si bien, habrá quien alegue que el origen de las festividades de esta temporada ni siquiera reside en el catolicismo, sino que desciende de la Saturnalia, tampoco es que se les vea muy en contacto con su herencia romana.
En fin, en un mundo al borde de una guerra nuclear, con miles de familias desplazadas, niños mutilados y sorteando la hambruna como estrategia bélica, mujeres dando a luz en condiciones inhumanas y hombres siendo martirizados, habría que preguntarnos qué tiene que ver toda esta parafernalia con aquella familia de medio oriente que, como las miles que hoy duermen en campamentos, sólo requería de un acto solidario.
Ahora que lo “cool” es buscar el “ugly sweater” perfecto para encajar en todos y cada uno de los festejos, reafirmo mi decisión de decir no a la dictadura de la felicidad que se torna especialmente opresiva esta temporada. Me niego a perder la cabeza entre luces, adornos y comidas atiborradoras, si al final de la temporada desaparecerán los ornamentos y nos quedará sólo la resaca, ésa que no se puede tapar con un adorno.





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