por L. Carlos Sánchez / Foto: Manuel Navarro

Se apersonaron con su discurso, la diversión y melancolía. Debajo de un árbol, o dos, o tres. Un limonero, un naranjo enano, el otro puede ser que se llame urticario o embeleso.

Llegaron con desparpajo, la ausencia de lo políticamente correcto. Enarbolaron sus historias sin ofrecer disculpas. En torno a un café y tortillas de manteca se deshicieron de las rejas y condenas.

El viaje empezó desde el día aquel que cruzaron la puerta de la prisión para instalarse en sus celdas. Luego hubo una vez un taller de escritura al que asistieron uniformadas, caqui y naranja, la inconfundible etiqueta.

Allí se dispusieron a convertir la libertad en sueños, a tocar con palabras lo que se es y será, lo que se añora y desea. Un texto, dos, la historia aquella de Fabiola, y Carmen Aurora, doña Beni, sexagenaria que describe la mar a perfección y un barco que generoso acarrea medicinas, el adiós al abuelo para nunca más volver.

Anduvieron esos días de taller con la prestancia de la poesía en la mente, la narrativa que accede a todo rincón, por más estrecho que éste sea. Una tarde al taller arribaron dos morras, una con guitarra, la otra con melódica. Interpretaron canto nuevo y la narración de sus viajes a los que también, desde la imaginación, se treparon ellas, las morras que narran desde el encierro.

El objetivo es este: continuar la descripción de su apersonamiento, y citar que fue en Ures, el domingo de ayer, en casa de Marcia Romo Paz, rinconcito bajo el cielo que dio y da albergue a las voces estas a las que hago referencia.

Las morras de la cárcel que lograron fugarse del encierro en el interior de un libro: La ciudad, los amigos… el mar (MAMBOROCK, segunda edición 2024). Y ahí que andan del tingo al tango para decir el pensamiento y las anécdotas. Todo cabe en las páginas de la imaginación.

Por ejemplo, la provocación. Lo que logran donde sea que se instalen. En Ures encendieron los diálogos, un día después de mucha muerte, una noche después de mucha fiesta, en el sonido del pueblo que es rumor y apenas unas voces de niños que juegan en el patio de la casa de Marcia.

La lectura en colectivo, la mirada en un espejo al que se le habla de las habitaciones en el interior, esa infancia, esa cicatriz, la añoranza por lo que fue y ya nunca jamás.

Las palabras en directo, ese fantástico acontecimiento de la fonética, la mirada de frente, la gesticulación que aporta descripción y da indicios de la personalidad de quien expresa. Nada más cálido que un apretón de manos.

Debajo de los árboles, en la mesa puesta, las opiniones diversas, el punto de partida, el discurso potente de las morras otra vez.

La casa de Marcia es un lugar donde se aposenta el arte y la cultura. El arte que contienen los libros, la cultura de las tertulias, en cofradía desde el interés (como siempre) de unos cuántos.

Domingo de fresco calor, con la implacable armonía de las historias que vienen de allá: el muro transitorio que es la circunstancia, el retiro espiritual y febril que son las sesiones de un taller de escritura.

La palabra como un puente, el viento puesto en el aleteo de una pluma que rubrica existencia en las páginas de La ciudad, los amigos… el mar.

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