por Siria Montijo

Con antelación se arrimaban los caballos mansitos al corral de la casa que servía de potrero, los papás revisaban las herraduras con paciencia, los bañaban y les daban un taco de alfalfa; los niños a un lado, entusiasmados, miraban el afán de papá, pues preparaban a los caballos para que los más pequeños de la casa los montaran, los mayores montaban a los más mañosos.

Estaban listos con sus botas nuevas y sombrero vaquero, era día de San Juan, seguramente llovería, mínimo llegaría la primera tormenta de polvo para sembrar la esperanza de las lluvias de temporada.

La cabalgata era libre, todo el día los pequeños jinetes galopaban incansables por las calles de Rancho Viejo, los más pequeños, desde temprano, aprovechaban el día nublado, pues si llovía se acababa el encanto de la cabalgata, las niñas se ponían sus mejores vestidos, ir a la tienda era el gran pretexto para mirar a los chamacos voladitos, en los caballos, el cruce de miradas: inevitable.

Al atardecer, salían a la banqueta y a la plaza, las jovencitas con sus pantalones vaqueros, el día de San Juan era un gran día para aceptar el paseo a caballo con los muchachos que les gustaban, corrían a rienda suelta, jugaban carreritas en La Milpita, el gran día de San Juan se volvía un encanto de a caballo, hasta que el chubasco lo permitía.

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